
Los cementos dentales han recorrido un largo camino desde sus primeras aplicaciones en odontología a mediados del siglo XIX. En un inicio, los materiales más usados fueron el óxido de zinc con eugenol (ZOE) y el fosfato de zinc, los cuales ofrecían propiedades básicas de fijación, aunque con limitaciones en resistencia mecánica y biocompatibilidad.
Con el tiempo surgieron los cementos de silicato y los ionómeros de vidrio, que incorporaron flúor en su composición, aportando no solo adhesión sino también propiedades anticariogénicas. Esta innovación marcó un antes y un después en la odontología restauradora.
En las últimas décadas, la evolución se ha centrado en mejorar la adhesión, la resistencia y la estética. Los cementos de resina se convirtieron en la opción de elección en rehabilitación protésica, ofreciendo mayor durabilidad, excelente sellado marginal y compatibilidad con restauraciones cerámicas y metálicas.
Hoy en día, la investigación apunta hacia cementos bioactivos, capaces de liberar iones que favorecen la remineralización y la regeneración de tejidos dentales. Estos avances reflejan cómo la odontología ha pasado de materiales meramente funcionales a soluciones que integran propiedades mecánicas, estéticas y biológicas, en beneficio de la salud oral a largo plazo.
